Le gustaba ir cada dos o tres semanas a las salas del tanatorio, incluso les daba el pésame a los familiares, total, pensarían que era un amigo o compañero de trabajo y no desentonaba en el demacrado y angustioso espacio que compartía con esas personas. Iba porque le gustaba observar y escuchar, sobre todo escuchar.
Las calles caudalosas de Madrid eran un gran caldo de cultivo para Fabrizzio, cuando paseaba le gustaba imaginar la vida que llevarían las personas con las que se cruzaba, el objetivo no era acertar o no, ya que eso nunca lo sabría, el objetivo era observar y realizar un auténtico montaje a lo David Fincher.
Chica rubia de pelo rizado, teñida y que acaba de salir de trabajar. Por la carpeta que lleva parece salida(del verbo salir) de una agencia de publicidad, en la cual lleva bastante tiempo buscando un ansiado ascenso y siempre se lo dan al compañero último llegado hace dos meses; se siente frustrada y va a parar en el supermercado de la esquina a comprar una botella de vino que le han recomendado contra la frustración. Montaje hecho.
Las historias felices le gustaba OÍRLAS y se sentía dichoso imaginándose dentro de una historia feliz, pero paradójicamente, no le gustaba ESCUCHARLAS; las que verdaderamente le fascinaba escuchar eran las historias difíciles.
Él decía que las personas felices no tienen nada que contar, porque nunca les ocurre nada.
Al trabajar de cara al público y en un puesto donde mientras realiza su función, el paciente suele abrirse cuán abanico en noche calurosa, siempre tenía una norma, si la historia era fascinante, arrolladora, con giros inesperados, viajes insólitos y amores apasionados, esa sesión de trabajo no la cobraba, bajo condición que el paciente debía volver a nueva consulta.
No os contaré qué les decía a los pacientes con historias perfectas y felices.
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